i.
La muerte de Angelelli.
Empezaba agosto
de 1976. Poco más de cuatro meses habían pasado desde que la junta militar
encabezada por Jorge Rafael Videla había derrocado al gobierno de Isabel
Martínez, instaurando una de las dictaduras más feroces de América Latina.
Comenzaba el tiempo de las desapariciones forzadas, las prisiones clandestinas,
las ejecuciones barbáricas.
En La Rioja,
provincia del noroeste argentino, un hombre predicaba el Evangelio de Jesús y,
con él, la necesidad de justicia y respeto a los derechos humanos. Un hombre
así en un tiempo como ese resultaba, al menos, molesto. Por ello, cuando ese
hombre sufrió un fatal accidente automovilístico, el 4 de agosto de 1976, una
sospecha inmediata rodeó al hecho: difícilmente podía ser un mero accidente. La
sombra de una muerte intencionada rodeó las circunstancias desde un inicio.
El hombre se
llamaba Enrique Angelelli, era obispo de La Rioja y 38 años después de su
muerte se sabría lo que era sospecha ya asentada: había sido asesinado por
encargo de la dictadura militar. Lo que durante décadas se hizo pasar como un
accidente casual había sido en realidad una persecución que terminó en el
volcamiento de la camioneta que manejaba el obispo.
ii.
“Mientras la Iglesia echaba sus
cerrojos prudentes…”
¿Quién era este
hombre a quien la dictadura calló con la muerte? ¿Por qué, en un país en que la
Iglesia Católica fue mayoritariamente cómplice de aquélla, un obispo fue
asesinado?
La muerte de
Angelelli no fue cuestión de un día. Una vida de coherencia y radicalidad, por
el contrario, explican su asesinato, ocurrido cuando solo tenía 53 años.
Angelelli había
sido nombrado obispo de La Rioja en 1968, a la edad de 45 años. Para entonces
ya había estado presente en el Concilio Vaticano II y había, incluso, sido
parte del Pacto de las Catacumbas[1],
acaso uno de los momentos más significativos para una Iglesia que buscaba, más
que un aggiornamiento, un compromiso
efectivo con los pobres de la tierra.
Desde sus
inicios como obispo de La Rioja dio muestras de un compromiso social sincero y
frontal. Apoyó la formación de sindicatos agrícolas y mineros, la actividad de
cooperativas y las reivindicaciones por la tenencia de la tierra, actividades
que incluso le valieron públicos enfrentamientos con el gobernador de la
provincia, Carlos Menem.
Apenas iniciada
la dictadura militar, Angelelli comenzó una labor en defensa de los derechos
humanos, que le valió tempranas amenazas de los militares. Pocos meses después
de que la junta militar tomara el poder, Angelelli ya vislumbraba cuál podía
ser su final: ante una invitación que los obispos latinoamericanos le hicieron
para un encuentro en Quito, Ecuador, contó a sus cercanos: “tengo miedo, pero
no se puede esconder el Evangelio debajo de la cama”.
Sus temores se
hicieron realidad el 4 de agosto de 1976. La cúpula de la Iglesia Católica, que
desde el inicio de la dictadura había guardado un silencio temeroso[2],
no tuvo una palabra clara para condenar los hechos. El entonces cardenal de
Córdoba y presidente de la Conferencia Episcopal, Raúl Primatesta, se limitó a
señalar que “había un tiempo para hablar y un tiempo para callar”.
iii. Cuarenta años después: “pastor
de tierra adentro y mártir prohibido”.
Comprender una
figura tan excepcional como la de Angelelli es siempre un desafío mayor. Su
testimonio está revestido de una coherencia de honda raíz evangélica. Su fe
explica y sustenta el grado de su entrega. Pero Angelelli es, al mismo tiempo, parte
de una tradición y un contexto que puede iluminar su comprensión.
Fue nombrado
obispo, como decíamos, en 1968, tres años después del cierre del Concilio
Vaticano II, en el momento en que el episcopado latinoamericano se reunía en
Medellín y era capaz de emitir un documento con fuerza tal que se atrevía a
hablar de un estado de “violencia institucionalizada” en América Latina, por la
injusticia aquí imperante. Era un episcopado en el que destacaban figuras como
Hélder Cámara y Manuel Larraín y una Iglesia que pocos años después vería nacer
la llamada “teología de la liberación”. Este espíritu eclesial ayuda a
comprender la trayectoria de Angelelli y la fuerza con que vivió hasta dar la
vida.
Pero Angelelli
fue mucho más que un mero producto del contexto en que vivió. Fue un hombre que
vivió el seguimiento de Jesús con arriesgada creatividad, que, atento a los
signos de los tiempos, quiso leer el paso de la Buena Nueva de Jesús en medio
de la realidad sufriente de su pueblo, con el que se comprometió sin temor al
conflicto con los poderosos. Su apoyo a las cooperativas, los sindicatos y los
movimientos agrarios tuvieron siempre su fuente en la fidelidad al Evangelio.
No en vano, acuñó una frase que décadas después el pueblo cristiano sigue
repitiendo: “Hay que estar con un oído en el pueblo y el otro en el Evangelio”.
* Gonzalo García Campo es Abogado, actualmente trabaja en el Servicio Nacional de la Mujer y es miembro del Comité de Defensa y Promoción de Derechos Humanos de la Legua.
[1] Se conoce así a un documento suscrito por 39 obispos, la mayoría de
ellos latinoamericanos, impulsado fundamentalmente por el obispo brasileño
Hélder Cámara. En él los suscritos se comprometían, entre otras cosas, a
renunciar “para siempre a la apariencia y a la realidad de la riqueza”. El
texto íntegro del Pacto puede consultarse en https://es.wikipedia.org/wiki/Pacto_de_las_catacumbas
[2] Excepciones notables existieron, aun en la cúpula. Porque a nivel
de laicos y laicas, sacerdotes y religiosas, no hay duda: muchos de ellos
mostraron compromiso que los llevó hasta la muerte. Fue entre los obispos que
el silencio se hizo norma. Angelelli fue, por ello, una excepción notable, como
lo fue también el obispo de Neuquén, Jaime de Nevares.
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